“Haremos lo que sea necesario y créanme que será suficiente”. Desde que Mario Draghi pronunciase su famosa interpretación de esta frase allá por el verano del 2012 para salvar al euro, muchos son los dirigentes que han recurrido a ella para situaciones parecidas. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, lo hizo el mismo día que se declaraba el estado de alarma. Pero, sin embargo, en el sector cultural, cunde el nerviosismo porque ni se formulan ni se concretan esas “medidas necesarias”.
Se entiende la necesidad de ofrecer (demandar) respuestas y soluciones al numerosísimo colectivo de personas y de empresas afectadas por la presente crisis. Se entiende el miedo generado por la incertidumbre, por supuesto. Pero, por mucho que esas emociones sean comprensibles y palpables, no debemos dejar que sean las protagonistas del debate en la esfera pública. Ahí, el mundo de la cultura ha de saber aportar serenidad, ideas y propuestas, cuanto más objetivas mejor, cuanto más trabajadas, más pertinente. Pero ¿cómo hacerlo cuando todos los sectores culturales reclaman nerviosamente su cuota de atención?
De entrada, quizá sean tiempos de dar un paso atrás, de parar nuestro natural hiperactivismo ensimismado para, en su lugar, colocarnos al lado del resto de los ciudadanos. Nuestra identidad profesional como artistas y creadores, por mucho que nos defina y modele nuestra personalidad, es irrelevante frente a las traumáticas vivencias que, como sociedad, estamos teniendo. No olvidemos, el Covid-19 es un virus que nos iguala a todos porque a todos nos afecta por igual. Luego los impactos y los efectos diferirán, pero esa comunión en el temor, la necesidad de protección y la lucha contra el patógeno es algo que nos une a todos. Por eso es muy importante que el mundo de la cultura erosione sus líneas de distinción para confundirse y mimetizarse con el conjunto de la sociedad.
En ese sentido se echa en falta que los creadores y los artistas acerquen su sensibilidad a aquellos que más están sufriendo en esta crisis: los fallecidos y los enfermos (y huelga decir que son muchos), sus familiares, sus amistades, sus conocidos… La extrema gravedad de la pandemia ha generado protocolos sociales y médicos de extrema frialdad, incluso de rayana inhumanidad. Óbitos en soledad, convalecencias en aislamiento, desconexión de los seres queridos, miedos, pánicos, angustias, etc. Y en medio de todo esto, ¿dónde está el mundo de la cultura? Más allá de luchar por una cuota de atención en internet o de una bendición de Carlos del Amor en el Telediario… Quizá sea necesario esforzarse algo más y mostrar más empatía con aquellos que ahora sufren lo que será, sin duda, un trauma social del futuro.
Por otra parte, el mundo de la cultura no debe olvidar, aún menos ahora, que la cultura no somos nosotros, sino que es aquello que la sociedad haga/produzca/reconozca como cultura. Por eso resulta pretencioso arrogarse sin ningún atisbo de humildad en la representación de la cultura. A lo sumo, el sector de la cultura, sus trabajadores y sus empresas, representan a un tejido económico y social de la cultura, aquel que la sociedad, bien a través de sus instituciones, bien de manera más directa, tiene a bien mantener, alentar y financiar. Esto es oportuno recordarlo, porque no nos debe extrañar que en estos tiempos la sociedad priorice sus recursos y sus esfuerzos.
Con esta idea, lejos de argumentos populistas, tan solo pretendo alertar de que los recursos siempre son limitados y lo seguirán siendo de manera más clamorosa en un futuro inmediato. Con esa limitación, no va a haber dinero ni para todos, ni para todo, y lo que quizá pueda ser más importante, ni tan siquiera en el momento deseado. Por muy legítimo que sea luchar por los intereses particulares de algún representante de algún sector cultural, por encima de esos intereses siempre existirá un interés general al que nos tenemos que someter.
Vienen tiempos duros, tiempos en los que el sector cultural, tendrá que asumir decisiones importantes. Dicho de manera cruda: hay quien caerá y hay quien sobrevivirá. El reto está en que ese proceso sea abordado desde el plano más racional y ecuánime posible. Quizá es momento de reformas, de intentar dirigir nuestros esfuerzos a construir el tejido cultural del futuro en lugar de mantener todo un sistema del pasado que en algunos aspectos está visiblemente anquilosado. Ya sé que no es fácil asumir esta propuesta porque levanta más suspicacias y temores que ilusiones. Pero el coste de oportunidad de no acometer esas reformas cada vez es más alto.
Lo admito, no es fácil, empezando por la política. Pero nuestro sistema administrativo y cultural es muy complejo, y también muy rico. Lo que en otro momento nos aparece como una debilidad, una administración pública de la cultura dividida y con poca coordinación, debemos ahora ver una oportunidad. Nuestro país es, de facto, un gran centro de investigación cultural. Cada Administración, local o autonómica, es un laboratorio en si donde poder ensayar su propia fórmula de mejora. Ahora es el momento de aterrizar las políticas públicas culturales cerca del ciudadano y probar así cuantos modelos y propuestas tengamos a los contextos y realidades existentes. Pero también, y en este sentido, ahora es el momento en el que los sectores organizados de la cultura, los lobbies, deben soltar la cuerda y compartir la corresponsabilidad de decidir con sectores más amplios y hacerlo en ámbitos más abiertos que los despachos institucionales.
Es también momento para fundamentar esas políticas culturales sobre las bases de una virtuosa política pública, planificada, ejecutada con rigor y evaluada con imparcialidad. Amplios sectores de la vida económica, y no sólo los productivos, llevan lustros sometidos a altos niveles de exigencia, control y transparencia. Entonces, ¿por qué el sector cultural debería ser una excepción? Ya hay mucha literatura académica, y lo que todavía es mejor, mucha práxis comparada, de cómo se puede planificar, medir, controlar y rendir cuentas en la gestión cultural. La tecnología, el big data, por ejemplo, nos puede ayudar mucho en esa tarea. Pero, sobre todo, la propia sociedad está exigiendo que el sector de la cultura de un pequeño paso e integre estas prácticas de manera más generalizada.
El mundo ha cambiado mucho en estos últimos diez o quince años, no hay duda, pero creo no equivocarme al afirmar que más ha cambiado en estos últimos meses. Podemos elaborar listas de deseos que sean yuxtaposiciones de los intereses de los grupos de interés y trasladarlos a quien parece detentar el poder político en materia cultural. Pero también podemos hacer un trabajo más frío y estratégico, con altura de miras, tanto desde el sector cultural como desde la política, para separar lo urgente de lo inevitablemente importante. Y lo importante, a mi juicio, es aprovechar el momento para anticiparse a los cambios acelerados que vamos a sufrir en los inminentes años, con ambición, con estrategia. Donde algunos vean amenazas, hay que responderles, como Sancho a Quijote, que se trata de oportunidades, y donde otros lamentan debilidades habrá que convencerles de que se trata de fortalezas.
Decía al inicio que el mundo de la cultura ha de cambiar su posición en el debate público y a lo largo de este texto hemos desarrollado algunas claves sobre cómo abordarla. En ese sentido y para concluir, considero que la principal amenaza que se cierne estos días sobre el mundo de la cultura no es, como se dice, la económica, sino la reputacional. El mundo de la cultura lo que se juega estos días es su reputación: cómo quiere ser visto y tratado por la sociedad. Y la reputación es el capital intangible del futuro, no lo olvidemos.
En este difícil momento actual, nos jugamos mucho sin ser plenamente conscientes de ello: o ser cruciales en una futura cultura querida, pagada, disfrutada y compartida por los ciudadanos; o ser irrelevantes, un sector mantenido con unos menguantes recursos públicos, con menor capacidad de influencia en la opinión pública, y con una mala reputación pública de sus agentes. El reto es mayúsculo y requiere de audacia y generosidad de todas las partes implicadas para involucrar en el debate a capas sociales más amplias. Audacia para ser inteligentes y probar medidas, modelos, diseños… Utilizar la evidencia y los datos, pero también la participación y la transversalidad. Generosidad porque no cabe duda de que sin renuncias no podremos aspirar a ampliar ganancias. Hay que dejar de ser quienes éramos para convertirnos en quienes queremos ser. Este es el gran regalo escondido en el Covid-19.
Entonces, ¿en qué te jugarías tú la reputación de tu sector?
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