
Y sucedió lo inverosímil: contra todo pronóstico Pedro Sánchez se convirtió en Presidente de Gobierno. Por primera vez en nuestra actual democracia constitucional, un Gobierno cae como consecuencia de una moción de censura que pocos días antes de su presentación nadie, ningún analista ni ningún vidente, aseguraba su éxito. Y sin embargo triunfó. Y con ella, una investidura de Presidente de Gobierno inmediata y la necesidad de conformar, por la vía rápida, un nuevo Gobierno.
Asistimos estos días a una vorágine de nombramientos de nuevos Ministros y altos cargos que estoy seguro que hasta al propio Pedro Sánchez le está debiendo parecer eterna y ardua tarea. Cultura no permanece ajena. No sólo por la posibilidad de recuperar la conformación de un Ministerio propio sino también por el hecho de conocer a la persona que estará al frente del mismo. Estos cambios levantan muchas expectativas en el sector cultural que ve en estos cambios un umbral para la resolución de sus problemas. Así no sólo prolifera la rumorología en torno a nombres sino que también florecen toda suerte de especulaciones periodísticas y conversacionales sobre qué decisiones se han de tomar inmediatamente.
Vivimos estas horas y estos días con una exaltada e irracional ansia de cambios. El nombramiento de una nueva persona al frente del Ministerio puede (o debe) resolvernos muchos de nuestros problemas acumulados. Y por si esta expectativa no fuera suficiente, además, proyectamos futuras acciones o decisiones políticas a partir de lo que pueda estar recogido en el programa electoral del partido que accede al Gobierno, en este caso el PSOE, o sencillamente de las nuestras, de las que nosotros consideramos convenientes. Poco nos importa que al cultivar estas expectativas o al lanzar nuestras proyecciones al futuro la realidad (siempre tozuda) nos las desmonte tercamente porque, al menos durante unos días, vivimos ajena a ella, preferimos soñar, imaginar, diseñar un futuro deseable.
Sin embargo esta visión idealizada de la acción política es fruto de una alteración de los sentidos, y como si de un opiáceo se tratara, nos distorsiona la visión de la realidad. Y lo que es peor aún, nos provoca un síndrome de abstinencia que nos lleva a la continua dependencia de esta sensación distorsionada. Es decir, cuando comprobamos que nuestras expectativas y nuestros sueños no se hacen realidad, entonces nos sumimos en una decepción profunda que nos conduce a necesitar retroalimentar nuestro ideal, a soñar de nuevo, a continuar nuestra proyección en una suerte de huida hacia delante.
Esto es así porque vivimos obcecados por la política (politics) sin prestar mucha atención a las políticas (policies). O volviendo a las vivencias de estos días: el nombre del ministro o de la ministra nos obsesiona colectivamente hasta tal punto que obviamos lo que debería ser más importante, tales como las medidas, los objetivos, los medios…
Hablar de policies, o de políticas culturales, aprovechando la ventana de oportunidad que se nos abre con un cambio de Gobierno, podría además ayudarnos a (re)pensar la propia herramienta que es el Ministerio de Cultura. Podemos seguir proyectando sobre el Ministerio de Cultura todas las expectativas de resolución de los problemas de la cultura en nuestro país, pero lo cierto es que el margen de actuación que tiene es más bien estrecho.
Por tanto, urge elaborar y abonar una cultura de Ministerio de Cultura que sea más acorde con la realidad en la que trabajamos y vivimos. Necesitamos aclimatar nuestras expectativas a la verdadera capacidad de la Administración Central del Estado en materia de cultura. Y, por qué no, exigir de esa Administración, y no sólo en materia cultural -añado-, una modernización y actualización a las realidades profesionales y ciudadanas a las que se debe.
Permítanme que les dibuje aún mejor la situación y quizá así se entenderá mejor lo que estoy diciendo. En un país donde las competencias de cultura residen en las Comunidades Autónomas pero donde el grueso del gasto en cultura esta disperso y atomizado en los entes locales, la acción del Ministerio de Cultura corre el riesgo de ser (lo es de facto) casi anecdótica. El entramado institucional público en materia cultural en nuestro país es tan complejo que lo que no tiene sentido es que todavía hoy un Ministerio de Cultura no lidere un trabajo de coordinación efectivo entre todos esos niveles administrativos y entramado institucional. Más allá de la coordinación, el grueso del gasto y de la acción del Ministerio se canaliza hacia acciones de dudosa incardinación competencial o de insostenible radicación territorial (en su inmensa mayoría situadas en Madrid).
Ante esta situación, el peor favor que nos podemos hacer a nosotros mismos es continuar embriagados por la placentera sensación de que los cambios pueden abrirnos nuevos escenarios. La experiencia, la realidad, el diseño de nuestras instituciones y la práctica y las dinámicas culturales nos dicen que eso no ocurrirá. Quizá es más honesto pensar que, con Ministerio propio o sin él, la cultura seguirá teniendo en el Ministerio una herramienta oxidada, antigua e ineficiente. Y como consecuencia de esta constatación, ¿no sería más sensato concentrarnos en mejorar la herramienta? Porque, sólo cuando tengamos una herramienta mejorada y actualizada, podremos exigirle políticas efectivas de cambio y transformación. Y de éstas, de policies o políticas culturales, sí que es importante hablar.
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