
Google, Amazon, Facebook, Apple… ese grupo que denominan G.A.F.A., ya tienen en su poder datos que son de enorme interés para aseguradoras, farmacéuticas, grandes superficies, centrales de logística, distribuidoras, telefónicas, etc. Y comercializan con esos datos generando una concentración de información y de recursos (y de capital) que ya estamos reconociendo como la base de una nueva estructuración económica.
Sin embargo las aplicaciones que estamos haciendo en el ámbito público de las nuevas tecnologías de la información y de procesamiento de datos tienen que ver esencialmente con el espacio público, la ciudad y, la recaudación de impuestos. Entre las mal llamadas “Smart cities” y la Agencia Tributaria, no hay otro tipo utilización pública del marasmo de datos que somos capaces hoy día de obtener, ordenar e interpretar?
La cautela, y a veces la torpeza, con las que las Administraciones Públicas se relacionan con las oportunidades que el tratamiento de la información abren hoy día tienen que ver con muchas inercias intrínsecas de la Administración, la política y la sociedad.
La tecnología se domestica.
El ser humano crea tecnología para facilitarle su adaptación y manipulación del medio desde que es una especie distinguible de otros homínidos. Esa tecnología siempre se ha ido incorporando en la vida humana paradójicamente a ritmo de rechazos y posteriores aceptaciones. Un ciclo que se repite con cada nueva incorporación tecnológica y el subsiguiente cambio de hábitos que éste nos pueda provocar. Así cada generación recuerda al menos una tecnología que cambió su vida y su forma de trabajar. Cuando la tecnología además comporta grandes cambios en la correlación de fuerzas del mundo del trabajo y de la renta, entonces puede generar, como así lo ha hecho, violentas reacciones. El movimiento de los luditas en el siglo XIX, la oposición al ferrocarril, al coche, a la televisión, al teléfono, al teléfono móvil, al ordenador…son ejemplos de estas reacciones.
En cuanto a que los poderes públicos, los únicos legitimados para ejercer el poder coercitivo, puedan apropiarse de una tecnología y puedan utilizarla en contra de sus ciudadanos provoca, cuando menos, recelo. Los recientes casos de espionaje masivo de las agencias de seguridad estatales, particularmente la NSA (EEUU), han suscitado el debate: hasta qué punto el Estado puede espiar informativamente al ciudadano? Debate nada nuevo, pero sí actualizado en cuanto a las posibilidades que las nuevas tecnologías abren para el espionaje masivo de ciudadanos.
Sin embargo, al mismo tiempo que la tecnología se ha ido incorporando al quehacer del ser humano y sus instituciones, también se han ido desarrollando los sistemas garantistas de los derechos de las personas, ya sea en su faceta como trabajadores o como ciudadanos. Lo mismo sucede con las nuevas tecnologías de la información. Tímidamente, pero paulatinamente, vamos avanzando en la protección de derechos al mismo tiempo que domesticamos la tecnología de la información para nuestro provecho en nuestra vida cotidiana (leyes de protección de datos, de derechos de autor, imagen…).
Recientemente la Secretaría de Estado de Cultura anunciaba que iniciaba una colaboración con una empresa privada para suministrar semanalmente en la página del Instituto de la Cinematografía y las Ciencias Audiovisuales (ICAA) los datos de recaudación de las taquillas cinematográficas del país. Unos datos que ya venía recogiendo, divulgando y comercializando esta empresa y que son de utilidad para las empresas de distribución de películas. He aquí un caso de la practicidad de unos datos ofrecidos en tiempo casi real para el uso de todo un sector, ahora con la ayuda en la divulgación de una Administracion pública.
Más allá de constituir una nueva plataforma de divulgación de esos datos, sería necesario preguntarse por qué esos datos no se podrían utilizar para entender mejor cómo funciona la distribución y el consumo de cine en todo el país y poder así diseñar e implementar políticas públicas que ayuden a conseguir objetivos políticos concretos. Y de aceptar esta utilidad, también sería pertinente preguntarse por qué esa recogida de datos no la lidera el sector público en lugar de dejarla en exclusiva en manos privadas. A modo de ejemplos, si el Ministerio de Cultura recogiese directamente datos de cómo funciona la recaudación de las películas en todo el país, sabría si hay grandes diferencias entre la distribución de películas en el ámbito rural y el urbano, pongamos el caso, y así diseñar un programa que ayude a una más equitativa distribución cinematográfica que garantice el igual acceso de los ciudadanos a una diversidad de “productos culturales” independientemente del medio en el que residan. Eso sí, para ello habría que asumir este objetivo como político. Donde antes un lobby reclamaba unas ayudas (que favorecieran su interés) ahora podríamos desarrollar una política de “interés público”. O dicho de otra manera, de decidir hacer un gasto, al menos hacerlo conforme a una evidencia empírica que sustente la decisión política.
Este ejemplo ayuda a ilustrar como las tecnologías de la información y aquello que denominamos Big Data nos ayudan a superar los viejos debates que bloquean con frecuencia el diseño, implementación y evaluación de las políticas públicas.
Continuando con el ámbito de las políticas culturales (sector profundamente ideologizado, fragmentado y debilitado en el que cualquier decisión política conduce con frecuencia a la controversia) una meticulosa extracción y compilación de datos puede ayudar a detectar de una manera objetiva los problemas y las necesidades. Por qué, como en el cine, no disponemos de datos globales de frecuentación de teatros, auditorios, museos, desgranados por disciplinas, edades del público, temporalidades…? Técnicamente eso es posible hacerlo hoy día. Falta los recursos y la voluntad política para así disponerlo. La misma voluntad política que debería conducir a relegar a niveles más técnicos la elaboración, conforme a esos datos, de las políticas públicas ad hoc. La tecnología, los datos y la técnica no excluirían al político en detrimento de un técnico, más bien al contrario, la evidenciarían, la clarificarían entre todo el ruido, nerviosismo y confusión que hoy día dominan el debate sobre políticas culturales.
Los recelos ante la introducción de esta tecnología en las técnicas de gestión y administración de lo público se irán venciendo poco a poco. Ni los temores de concentración de información están justificados cuando hablamos de los poderes públicos, pues esa información es por naturaleza y como garantía, pública; Ni las reticencias de una Administración, y una parte de los administrados, son racionalmente sostenibles. Por ello caminar hacia una Administración Pública fundamentada en las técnicas actuales de recogida de información y procesamiento de datos, nos acercaría hacia esa eficiencia que, en un desliz positivista, podríamos llamar “verdad”.